Era la cuarta esfera que hacía Bizâr en aquella jornada. Normalmente hacía dos, o una, o ninguna, pero durante las últimas lunas cada vez eran más los extraños que venían del valle, de los bosques, o incluso de tierras más lejanas, para pedir a los maestros vidrieros de Nogrod aquellas fantásticas esferas. A veces eran redondas y a veces ovaladas, otras parecían huevos de zorzal, incluso algunas, las más raras, eran como el agua derramada, tan planas que apenas se atrevían a llamarlas esferas; los colores: verdes, rojas, amarillas, violetas o anaranjadas. Ni siquiera el propio artesano sabía el aspecto final de la esfera hasta que estuviese completamente terminada, y el color, decían, era capricho del destino, pues sólo era visible una vez la esfera se enfriaba. No importaba el resultado, y aunque las esferas eran a cada cual más rara, al cliente siempre le fascinaban.
Cuando Bizâr terminó la cuarta esfera de aquella jornada, se sentó un momento antes de llevársela a Nerzad, pues su barba chorreaba y su vista empezaba a estar algo más que nublada.
-Ayúdame, joven Duban -bramó Bizâr, a su no tan joven aprendiz, pues más de cien años pesaban sobre sus espaldas.
El joven Duban se desperezó e intentó parecer alerta, aunque sus torpes movimientos no engañaban a Bizâr.
-Limpia los tarfane, y retira los trozos de vidrio de la fragua, enjuaga los sopladores, y abrillanta la esfera. Antes de empaquetarla avisa a Nerzad, quiero que la vea, pues sin duda es una de las mejores que he hecho en años, puede que alcance las cuatro horas, tal vez cinco si la engrasas con pasta de gargán –En las últimas palabras de Bizâr se notaba un claro deje de orgullo, y si hubiese llevado tirantes habría estado columpiándose con ellos-. Si le haces el más mínimo arañazo a la esfera ten por seguro que meteré tu cabeza en la fragua.
Los ojos de Duban se abrieron como platos. Las esferas, como las conocían en Nogrod, Nogrod-azân para el resto de los enanos, o bolas de cristal para los demás pueblos que las conocían, eran no sólo unas de las más preciosas joyas que sobre Arda solían morar, sino que atesoraban un extraño poder; estas esferas podían revelar qué estaría haciendo la persona que miraba en ellas al cabo de un tiempo. Normalmente su visión llegaba a unos pocos minutos, unas tres docenas si estaban bien hechas. Si el día del artesano no era muy lúcido tan sólo alcanzaban unos cuantos segundos, siendo su utilidad tan sólo un juego para los niños, que las usaban como si de espejos retardados se tratasen. Muchas veces había oído hablar Duban de una esfera famosa, perdida en el tiempo, obra de un legendario artesano de hacía cientos de años. Se decía que la gran Nogrod-azân-Durin era capaz de ver a cien horas de distancia; su paradero ahora era desconocido, y muchos decían que tan sólo era una leyenda con poco de verdad en ella. Pero la esfera con vista más lejana que él conocía no veía más allá de las dos horas.
-Me marcho –dijo Bizâr con una voz casi desgarrada-, cuando termines y le des la esfera a Nerzad, dile que mañana no bajaré a la fragua, pues mis brazos están cansados –Y en verdad parecía cansado, pues hasta Duban, que no era muy perspicaz para estas cosas, lo había notado.
-No tan rápido, Bizâr –Sonó la voz de Nerzad, que de repente salió tras una roca-. Mucho has trabajado, pero ha surgido una última cosa, unos extraños enviados han encargado una esfera, y me han pagado por adelantado.
-No –dijo Bizâr sin siquiera pensar-. Hazla tú si quieres, o que la haga el estúpido de Duban. No haré ninguna más en esta jornada, ni en la que sigue.
-Seis mil monedas de oro –dijo Nerzad esperando que sus palabras hicieran el resto.
El precio de las esferas para los enanos estaba muy claro, quince monedas si eran para otros enanos o doscientas si eran para los elfos u otros seres. Seis mil monedas era más de lo que conseguían en cien días trabajando. Desde luego nunca había ocurrido nada igual, una gran oportunidad para los enanos, pero Bizâr estaba demasiado cansado.
-Está bien, haré esa esfera –asintió Bizâr dibujando una sonrisa en la cara de Nerzad-. Pero tras esta esfera no haré más en cincuenta días. ¿Para quién es la esfera?
-Me parece justo –dijo Nerzad-. Esta esfera a cambio de cincuenta días. Pero recuerda que debe mirar a más de una hora. El comprador… no lo sé, una extraña criatura, venían con un grupo de unos cien, nunca los había visto antes.
Bizâr trabajó, pese a que los brazos le dolían y mantenía los ojos cerrados, puesto que veía lo mismo que con ellos abiertos. Consiguió hacer una buena esfera, Duban lo ayudó durante las cinco primeras horas, pero éste terminó dormido. Finalmente, al cabo de casi ocho horas, Bizâr terminó la esfera y, pese a que le habían pedido una de tan sólo una hora, aquella noche logró hacer su mejor esfera, su obra maestra, quince horas de visión, era lo más lejos que podía llegar, y ningún artesano antes había logrado tanto.
La esfera era perfectamente redonda, del tamaño de un puño y de un color blanco tan puro que sus manos le causaban náuseas al sujetarla. Los enanos jamás miraban en las esferas, pues ellos sólo las querían por su belleza, pero la maestría de aquella obra era tal que incluso Bizâr decidió echar un vistazo.
Al principio le costó, debido a sus ojos cansados, pero poco a poco lo vio, allí estaba él, era él, quince horas más tarde, estaba oscuro y se movía de un lado para otro, finalmente lo pudo ver bien, y lo pudo entender. ¡Era él, haciendo una esfera!
Bizâr enfureció, buscó su hacha de forma casi intuitiva, quería matar a Nerzad, pero no la encontró. Volvió a mirar a la esfera y se vio de nuevo allí, haciendo más esferas. Bizâr lanzó la esfera contra el suelo con todas sus fuerzas, y ésta estalló en mil pedazos. Y así pereció la mayor obra de arte del reino de Nogrod. Bizâr se desmayó, y cayó al suelo.
Al amanecer todos estaban muertos, los clientes orcos no habían quedado muy satisfechos cuando Nerzad intentó poner todo tipo de excusas. Nerzad, Duban, Bizâr, todos, todos los del gremio de vidrieros estaban muertos. Y así se perdió el último legado de los maestros vidrieros, y ninguna Nogrod-azân más volvió a ver la luz del sol.
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